Las visitas a la isla de René, el primo de Johanna, siempre son agradables, y siempre sirven para tirar de uno y hacer que visitemos lugares que hacía ya mucho que deseábamos ver y que están a tiro de piedra de casa, y que sin embargo por pereza o por trabajo nunca llegamos a pisar... y en esta ocasión, les ha tocado el turno a las cuevas.
Personalmente, visité las del Drach allá por el 2003, precisamente en compañía de Johanna (que me gustaron mucho) y las de Artà un poco más tarde, también con ella (que estaban demasiado secas para mi gusto, aunque no dejan de ser impresionantes ya desde la misma entrada), habiendo visitado de niño las de Campanet. De estas últimas, recordaba la preciosa cafetería de enfrente, y las amplias salas con estalactitas sonoras (que en esta visita no hicieron sonar, me imagino que porque hoy en día estos asuntos están más protegidos). Las de Gènova no había llegado a verlas, a pesar de que están a cinco minutos de donde vivo, y la verdad es que son chulas: pequeñas y coquetonas en sí mismas, y con un guía que da corporeidad turística a formas y colores (además de hacerlas sonar, de una forma que puede ser perjudicial para ellas pero que ciertamente es imposible de describir por su hermosura), bien merecen una visitilla. Ahora, quedan pendientes las del Hams, para la próxima visita de René...
Y la verdad es que poco más se puede decir, porque las cuevas son precisamente eso: maravillas geológicas que nos dejan con la boca abierta y nos hacen pensar en lo pequeños que somos, teniendo en cuenta la velocidad de crecimiento de sus formaciones. A pesar de que todos los guías dicen cosas distintas, es bien sabido que estalactitas y estalagmitas se forman durante mucho, mucho tiempo... y es algo que, quieras que no, impresiona pensar.
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